Cuenta una leyenda que un joven príncipe, a punto de convertirse en emperador, debía casarse antes. Para ello tenía que elegir entre las jóvenes de su corte. Una anciana que trabajaba como criada en palacio pensó en su hija al enterarse de esta noticia. La joven, muy pobre, sentía un profundo amor por el príncipe y sabía que no tenía nada que hacer frente a otras jóvenes más guapas y ricas, pero solo con estar un momento a su lado merecería la pena.
Llegado el momento, el príncipe explicó a todas ellas cuál era la prueba a seguir:
– Daré a cada una de vosotras una semilla: la que traiga la flor más bella dentro de seis meses se convertirá en mi esposa.
Al cabo de ese tiempo todas las candidatas se presentaron con flores bellísimas, en cambio, en la maceta de la humilde muchacha no había crecido ni una triste planta.
Pero el príncipe, para sorpresa de todos, la escogió a ella diciendo:
– Esta joven es la única que cultivó la flor que la hará emperatriz: la de la honestidad. Todas las semillas que entregué eran estériles.